Camino por el pasillo de azulejos blancos dirección al comedor de personal. Voy en busca de un café para aguantar un poco mejor el resto de la noche.
Entre todo el ruido familiar de máquinas y congeladores, siento algo que me inquieta. Me detengo. Un par de pasos suenan como un eco cercano y desacompasado. Sigo andando hacia mi destino. El eco de los pasos vuelve. Me detengo, algo se resbala tras una esquina a mis espaldas. No eran pasos esta vez.
Estoy paranoico, no hay nadie detrás mía. No hay nadie más en todo el recinto que pueda estar allí, y menos que me espíe. No le doy más importancia, saco mi café de 40 céntimos y lo remuevo allí, observando mi alrededor.
Apago las luces del comedor de personal, hay demasiado encendido y aunque no soporte yo el gasto, me parece bien el gesto.
Cuando tenía 17 años, sentí esta misma inquietud de pasos que me seguían. Fue una etapa complicada que no le deseo a nadie. Tenía la sensación de que iba a caer al abismo más profundo y que mi castigo sería no ver nunca el fondo. Caer y caer con toda su angustia y esos pasos que me seguían era la liberación con la que debía pactar para salir de todo aquello. Era el fin mismo de mi agonía, de mi castigo.
Es injusto que cuando pedí realmente un pacto, nadie se personó. Ningún acto que revelase la voluntad del otro firmante. Sé que no tengo alma, pero hubiera intercambiado cualquier cosa de mi ser. Pero jugar a ser más listo que el diablo es hacer que el quiera estar por encima de ti.
Lo único que conseguí entonces, tras una noche en la que le imploré la liberación, fue encontrar caída una virgen al día siguiente. Señales que ignoro.
Yo no ansío nada más que salir del castigo impuesto por una sociedad y unos instintos arraigados en nuestras primitivas mentes. Es lo que pedí a los inexistentes señores y señoras de los abismos infernales, pero me negaron su presencia y su maldad.
Cuando a los 17 tenía esa sombra de muerte a mis espaldas, no se me ocurrió buscarla. Me asediaba a diario. No sólo en mis paseos a oscuras, sino también en días soleados y calles concurridas. Me ofrecía el fin, me lo sugería, y yo le contestaba que no con mi angustia. Era un diálogo mudo y terrible, como una mirada que no puedo soportar. Que temí, que evité, que amé. Que quiero odiar.
Si algo me dieron estos demonios fue seguridad. Fue perder el miedo a la muerte. Y creo que fue en contra de su voluntad, porque es con lo que me amenazaban. Es como si me quisieran vivo por algún extraño afán apocalíptico. Yo no soy el maldito Samuel bíblico que custodiaba el Arca en el templo de Elí.
Y ahora vuelven. Esos pasos, esa inquietud. Unidos al deseo de pactar, de dejar de caer por un abismo en el que no puedo aferrarme a nada ni ver el final. Ahora sí ¿verdad? Ahora os interesa venir en el momento que os he llamado, jugando al escondite con los sentimientos que me arrebatasteis. Quizá lleguéis tarde, quizá he podido aferrarme a algo que detestéis. Quizá ahora no tiene ningún sentido que me acoséis porque ya no hay nada que pactar.
Habéis llegado tarde, sombras del averno. He abierto el puto Arca que pensabais que retenía, y han salido disparados todos mis miedos.
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