Habiamos seguido con la cadena de emails planeando un próximo encuentro. Ya las citas y los cometidos de cada cual cerrados, podíamos continuar con nuestras vidas. La mía pasaba por una entrevista con la psicóloga para entrar en unos grupos de terapia. De nuevo salí frustrado del hospital. ¡Quizá a la tercera vaya la vencida! o quizá... qué más da.
Llamé a P. un rato. Me apetecía conversar, y además me había dado un toque momentos antes.
- ¡Hola!
- ¿Qué haces?
- Nada. ¿Qué haces tú mañana?
- Me voy fuera el finde, tengo compromisos.
- Tú y tus misterios.
- Nada del otro mundo. ¿Por qué preguntabas?
- Por vernos.
- Umm... Tengo que estar saliendo de Huelva a las 6 como muy tarde.
- ¿Tan pronto?
- Había quedado antes.
- Vaya...
- ¿Te recojo a las 5 y me acompañas a hacer unos encargos?
- A esa hora suelo dormir...
- Bueno, nos vemos a la vuelta entonces.
- ¿El sábado?
- Que va, el domingo si acaso.
- Bueno, si quieres podemos quedar antes.
- ¿Antes?
- Tengo ganas de verte, desde las tres si te viene bien...
- A esa hora estoy durmiendo yo... ¿Las 4 y media?
- ¡Venga sí!
- ¿Dónde?
- Cerca de mi casa, que ya sabes que me pierdo.
- Eres un caso.
- Jajaja.
- El centro de salud a las 4 y media. 16:30 hora militar.
- Vale está bien. ¡Ahí sé llegar!
- Jaja. Bueno, tengo que irme, hablamos más tarde si eso.
Paso la tarde en el piso de las francesas. Parece que es el año de Francia en Huelva o algo así. Matilde es la única que habla conmigo de manera directa. Sé que Pierre duerme en una de las habitaciones, pero no se dignó a abrirme la puerta cuando llamé al timbre insistentemente. Tuve que esperar sentado en la escalera a que llegasen las chicas.
Luego voy a hacer unas compras para la cena. Después, sentado en el coche camino de vuelta a casa, recuerdo que tengo la cena de empresa hoy. No me apetece ir, pero sí me apetece ver algunos antiguos compañeros y algunas compañeras con las que llevo tiempo sin coincidir.
Llego a casa. Ya me había duchado antes de ir al hospital y no tengo ganas de afeitarme hoy, así que me cambio de ropa y me voy.
Cuando llego, el director me recibe con una copa de cava. Le doy las buenas noches y busco entre la multitud otras caras conocidas. Besos, apretones de manos. Abren la puerta al salón de celebraciones. Al entrar me dan un sobre. Lo abro y contiene un número y dos invitaciones para tomar copas. El número es para un sorteo. Viajes y esas cosas, y como no puede ser de otra manera, es el 86...
Ya hablé de como se repite ese número en mi vida, ¿verdad? Intento quitarle simbolismo. ¿Lo tiene? No puede ser una fecha. En realidad no sé de qué se trata, y de saberlo, quizá tampoco lo diría. ¿Lo sé? Sí, pero ¿por qué se repite tanto? Lo guardo en mi bolsillo. Todavía sigue ahí, lo que quiere decir que no me tocó nada en el sorteo.
Veo a Ana y otras compañeras. Son las chicas de pisos con las que tengo mejor trato. Momentos antes, su jefa me ha dicho que la espere para venirse a mi mesa. Sé de sobra que no soporta al grupo al que voy a saludar, así que lo hago del modo más cariñoso que me apetece. A Ana la abrazo. Llevaba meses sin verla, desde que pidió el cese temporal por la operación de su madre. Es un encanto de persona. A las demás les doy dos besos también cargados de cariño. Me voy con ellas y le digo a su jefa que la dejo sola. Caminamos entre risas y miradas cómplices. No soporto las jerarquías ni la diferencia de clases que hacen algunos. Todos somos iguales aquí.
Me despido de mis compañeros y de los vigilantes antes de ir a trabajar. Entro a las 12 de la noche. Salgo de la fiesta justo antes de empezar el baile, como una cenicienta sin tacones ni carroza de ratones esperándome en la puerta.
El 86... me persigue como una maldición. Quizá esté maldito como Caín, y por eso mi vida es como es y yo soy como soy.
Después de un rato de trabajo voy a por una taza vacía para servirme arriba un poco de té. Accedo al restaurante, la cojo y tomo el camino largo, por despejarme un poco antes de volver con la pesada auditoría.
Cuando me adentro en los pasillos, un teléfono suena en una de las oficinas. Me detengo, espero... sigo caminando hasta ver cual es. Resulta extraño que suene el teléfono de proveedores a las 2 menos cuarto de la madrugada. La llamada es incesante, pero el acceso a esa oficina no está en mi mano, por lo que vuelvo a mis tareas sin darle mayor importancia.
Por unos instantes me parecía estar viviendo una de esas secuencias de película de terror en la que vas por los pasillos vacíos de un lugar frío y un teléfono suena en mitad de la noche. ¿Debería haberme esforzado por atender la llamada? Podría haber resultado como una que recibí una vez en casa de la que tampoco voy a hablar.
Ya digo que me persigue una especie de maldición. Algo que me hace diferente y que puede resultar diabólico. Siglos atrás podría haber sido quemado en la hoguera. Hoy día por fortuna no es un delito anticiparse a lo que va a pasar. Aún así, me empeño en negarmelo. Me empeño en negar mi facilidad para descubrir lo que reposa bajo el subconsciente de las personas. Me empeño en negar mi conformidad mientras me resisto a que todo suceda según dictan las imágenes que acuden a mi cerebro. Como flashes en un fotomatón de esos antiguos, donde podías poner cuatro caras diferentes. De los que salen en las películas en las que se besan los enamorados.
Quiero dejar de sentir esos flashes, o que al menos, me sirvan de algo más que de tormento. Porque sé que son verdades por llegar que no podré cambiar, sin importar mis esfuerzos.